Hay una estatua grande en una iglesia grande en un país.
Ella conserva aún, en dura memoria de mármol,
las oraciones antiguas
que subían a las cúpulas,
las confesiones que a pesar de los siglos
la han empañado de los mismos ecos;
y conserva también el lastimoso golpe
que recordaba a una mujer medieval.
“He visto obispos y excomuniones,
pero nunca pude ver
a la que compuso mis latidos”.
Los feligreses que hoy elevan
venias a la estatua
ignoraron en su tiempo
al enamorado tallador.
Y el meñique faltante casi nadie lo ha notado.
Antonio Ureta (Lima, 1980)
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